-Por Mariela Oppici-
En algún lugar de nuestro interior, estamos esperando que nuestra vida mejore, así todo será como soñamos; nuestras relaciones serán increíbles, nuestra vida amorosa será perfecta, tendremos el dinero que necesitamos para hacer lo que queramos. Pero por ahora, estamos ocupados haciendo otras cosas como para poder ser verdaderamente felices. Y nos consolamos diciendo: "Aún falta que termine de hacer este trabajo, ahorrar para la casa, aún falta... Y después de eso, tal vez me dedique a ser feliz, tal vez si llega el momento elija lo que quiero y me gratifica, por el momento tengo que conformarme con este trabajo, con esta relación, con esta situación…" Así, el tiempo pasa y vamos posponiendo, dejando para algún mañana lo que nos haría felices. Mientras tanto, vivimos de la expectativa de lo que podría pasar cuando seamos felices y nos vamos del momento presente, anulando nuestro potencial que existe en el ahora, evitando o ignorando los ciclos naturales.
Muchas veces nos agarramos de lo que tenemos y nos negamos a cambiar, nos negamos a que las cosas finalicen, queremos permanecer jóvenes y nunca envejecer, nos apegamos al pasado, a las personas, a cosas materiales. Vivimos de los recuerdos, recreamos nuestras historias, pensando que todo tiempo pasado fue mejor. De igual modo, puede pasar que nos retiremos antes, para no ver el fin de un ciclo, lo negamos, nos escapamos. Sabemos que algo está por concluir, que aquella enfermedad no sanará, que algo en la pareja ya no funciona, que mis hijos crecieron y debo soltarlos. Nos resistimos a la vida y a los procesos y ritmos naturales. Sin embargo, para que algo nuevo pueda nacer o renacer, algo tiene que concluir. Las estaciones cambian y para que venga la primavera el invierno tiene que terminar, para que crezca un árbol antes tiene que haber una semilla; el día le sucede a la noche y la noche le sucede al día, el agua que se evapora vuelve a la tierra como gotas de lluvia, para el nacimiento de un bebé hay nueve meses de gestación, nuestro corazón late a su ritmo y la respiración continua inhalando y exhalando, inhalando y exhalando… En la naturaleza, todo acaba muriendo pero todo consigue renacer de alguna forma, la energía se transforma. Así, los continuos ciclos de lo vivo nos hacen pensar que quizá el tiempo no es como parece, lineal y efímero, sino circular y permanente.
Cuando nos aferramos y nos entregamos a la vida, podemos vivenciar el desprendimiento. Esto no quiere decir que nada nos interese, sino que dejamos de ser víctimas de nuestras expectativas y comenzamos a confiar en que la vida nos entregará lo que necesitamos en el momento correcto. Y así como nos entrega, también debemos dar y soltar aquello que se debe ir, aquello que ya cumplió su ciclo debe continuar por otros rumbos para así renacer y transformarse. Nos entregamos al fluir, y experimentamos en el ahora, confiados de que las corrientes nos llevarán por buenos caminos. Así es como encontramos la libertad y logramos obtener el discernimiento de que hay un lugar y un momento para todo. Aprendemos a aceptar nuestra mortalidad y el intrincado flujo de eventos que ocurre a nuestro alrededor. Cuando nos volvemos uno con nuestro ser, la comprensión nos lleva a aceptar quiénes somos, a aceptar la adversidad, nuestra vida con todos sus matices.
Y finalmente, cuando logramos el desprendimiento pleno, podemos hallar la trascendencia a la muerte. Así, la culminación nos trae la verdadera libertad, y nos muestra que desde que nacimos, comenzamos a morir. Cada célula de nuestro cuerpo comienza a morir desde el momento en que ha sido creada. Nos damos cuenta que, en esencia, no somos un ser humano vivo en absoluto, sino que somos un medio por el cual la materia se transforma en energía eternamente. No sabemos si algo está naciendo o muriendo. Se trata de una pulsación infinita.
De esta forma, caemos en la cuenta de que todo es ilusión y nos reímos y celebramos la eternidad. El despertar nos muestra la inutilidad del significado del vivir y el morir, porque nada de esto existe, porque todo pasa, todo se transforma, nuestro cuerpo cambia, los ciclos llegan a su fin. Y aún así, nuestro ser permanece perenne, atemporal; nuestro espíritu va y viene por los ríos zigzagueantes de la eternidad riéndose de las expectativas y de nuestra mente que logran confundirnos, haciéndonos creer que hay un fin. Vivir y morir son parte de un ciclo infinito, el cual fluye con sus propios ritmos, sus propios tiempos y nos enseña que sólo debemos entregarnos al fluir, pues el inicio y el fin son inminentes; luego del fin hay otro inicio, y luego del inicio hay un fin, y así sucesivamente, por siempre.
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